jueves, 26 de mayo de 2011

Tu barrio será mi barrio.

      En las bodas católicas, suele leerse, como expresión y ejemplo de fidelidad, el bellísimo pasaje del libro de Rut, mujer moabita, que, tras enviudar, cuando su suegra hebrea Noemí, la anima a que vuelva a su tierra, donde hay riqueza y prosperidad, y donde puede volver a casarse, le contesta: "No insistas en que te deje, y me vaya lejos de tí. Donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios, será mi Dios. Donde mueras tú, allí moriré y seré sepultada yo." Realmente, no puede expresarse mejor el deseo no solo de ser fiel a una persona, sino de tomar lo más intrínsecamente suyo como propio. Y cuando se está verdaderamente enamorada, esto casi viene solo. 
    Samuel y yo tenemos muchas cosas en común, el principal de ellos, nuestro origen social. Por eso parábamos por los mismos locales. Nuestros barrios sin embargo, estaban situados en puntos diagonalmente opuestos de la ciudad. En tanto él vivía en la zona noroeste, en un barrio amplio y popular que a su vez se divide en un centro propio rodeado de diferentes barriadas, de status y fisonomías bien distintas, yo habitaba un modesto barrio más pequeño y monocorde en el sureste, pero al igual que el núcleo residencial en el que se crió Samuel, levantado en los setenta, y poblado mayoritariamente por la clase obrera. Su instituto (público, claro está) se parecía al mío. Las plazoletas en las que bebía litronas, las escaleras y comerciales en las que ser reunía con sus colegas, era todo parecido a los lugares en los que yo hacía lo propio. El también se crió cerca de un parque, al que iba a darse revolcones con sus ligues. 
       No podría decir cuándo comencé a darme cuenta de que regresar a la calle en la que él había vivido me producía más emoción que volver a pisar el barrio en el que yo había jugado de niña y desarrollado mi adolescencia. Incluso el recuerdo de mi instituto, tan apegado a las canciones de la época, comenzaba a ser desplazado por las anécdotas que él me contaba del suyo. Así, un día, al escuchar  ya convertido en clásico  el primer tema que sonó en la radio de Bon Jovi, no acudió a mi mente como solía pasar, un vendaval de rememoranzas propias, de rincones y caras y sensaciones que formaban parte de mi biografía, no. Lo que se me vino a la mente fue una especie de ensoñación en la que contemplaba a Samuel en sus años más salvajes, en su entorno, que ya no era para mí un punto cualquiera de la ciudad. Poco a poco, los lugares de mi juventud, han ido difuminandose en gris, para ser sustituídos por los de la suya. Su instituto, su calle, su parque... su barrio... Hasta que lo que antaño me había evocado tantas cosas, comenzó a estar vacío para mí. Mi instituto ya no me decía nada. El camino que  había recorrido de ida y vuelta, diariamente durante años, y que otrora me hacía suspirar nostálgica, ya dejó de hacerlo. Era como si de pronto, no significara nada para mi. En cambio, cuando paso siquiera cerca de la antigua barriada de Samuel, o de su viejo instituto, o veo la inmensidad del parque en el que tanto hizo el gamberro, algo me cosquillea en el interior. 
   He comprendido, a partir de entonces mejor que nunca ese pasaje del libro de Rut que se lee en las bodas, como prólogo de la unión de dos seres en uno, que aunque muchas veces es una farsa, lo es por empeño de al menos uno de los contrayentes, pero que cuando se ama de verdad, va de suyo: donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo. 
        Donde habitan tus recuerdos, Samuel, ahí, habitan también los míos.

martes, 24 de mayo de 2011

Por favor, vuelve conmigo.

     En las noches de los sábados que, por un motivo u otro, paso a solas en casa, suele asaltarme, ya indoloro, pero con un regusto amargo, el recuerdo de los años que pasé añorando a Samuel. Añorándole aun cuando estaba convencida de que no era más que una sombra del pasado. Añorándole cuando la ilusión de un amor nuevo se desvanecía, como una bruma matinal, o cuando la cita con el ligue de la noche anterior resultaba ya a priori, soporífera. Pero sobre todo añorándole cuando la noche del sábado se presentaba vacía, sin otro plan que el de escuchar música de la radio, y mirar las pelis de la tele, acompañada de una cerveza, un sandwich mixto y patatas fritas. En la soledad de mi piso, a oscuras, tirada en el sofá, frente a una pantalla parpadeante, procuraba apartar de mi mente las vivencias de otras noches, aún no muy lejanas en el tiempo, que me hacían caer en la melancolía, en el mejor de los casos y, en el peor, en la desesperación. Las tenía contadas: siete noches mágicas a lo largo de quince meses, y un epílogo. De esas siete, cuatro llenaban todo un año, y dos, una vida entera. Esos sábados en casa, por muy pendiente que intentara estar de la película de turno, mi mente se empeñaba en regresar a los lugares en los que me había encontrado con Samuel, donde nos habíamos mirado, sonreído, donde habíamos hablado, y finalmente, donde habíamos bebido juntos. Recordaba la calle tumultuosa, oliendo a pizza. Recordaba sus bromas, mientras íbamos de un bar a otro, recordaba sus constantes saludos a los conocidos con los que se iba cruzando. Recordaba el sonido de sus botas sobre los adoquines, el olor a cuero de su chupa. Recordaba, en definitiva, la fascinación inundándome el pecho. Y la música que sonaba en mis oídos.
     Cuando estaba peor (esto es, tras creer que le había perdido irremisiblemente) los dulces recuerdos se convertían en reproches. Mientras en la tele una chica engreída trataba al protagonista de la peli con una displicencia que en la vida real ningún hombre minimamente interesante aguanta sin mandarte al carajo, yo me martirizaba repasando los errores que me habían hecho perder mi oportunidad con Samuel: por qué no fuiste más sincera, porque fuiste tan cobarde, cómo pudiste elegir tan mal... por qué te emperraste en que Samuel solo fuera una aventurilla, para humillar a otro...por qué no rompiste con todo, y te arrojaste a sus pies... ninguno lo ha merecido como él... 
     Porque Samuel era orgulloso y digno, y no le gustó mi juego. Le decepcioné. El no me  buscó más y yo pensé que, tal como había experimentado muchas veces, una vez que me había hecho suya, había perdido el interés. Habíamos hecho el amor dos veces: una en el servicio de un bar, otra en una pensión. No podía recordarlo sin estremecerme. Tan poco, en realidad, tan efímero, pero tan inolvidable. Cuando él ya no me llamó más, yo hice lo mismo. No iba a darle la ocasión de rechazarme. No volvimos a vernos hasta meses más tarde cuando coincidimos en uno de los locales de siempre. El me saludó con cortesía, y cruzamos unas palabras amables. Yo iba con mi novio, así que no me costó disimular que el corazón se me rompía en el pecho, porque estúpidamente pensaba que estaba saliendo airosa. Sin embargo, no fui capaz de soportar ver cómo Samuel galanteaba a otra chica y se reía con ella, y quise marcharme de allí. Ya no le vería más hasta pasado casi año y medio. Nos tomamos un par de cervezas. Yo ya estaba libre por esas fechas, pero entonces el ennoviado era él. Fue como tomar mi propio veneno. 
Así que cuando llegaban esas terribles noches del fin de semana sin planes de salida, sin nada excepto la tele y la radio para distraerme, se me abría una herida en el pecho, y echaba de menos a Samuel de una forma atroz. Algunas veces, habiendo bebido demasiado, sollozaba mirando una foto suya que guardaba como un tesoro. En la distancia del tiempo, Samuel aparecía esplendoroso, en tanto el recuerdo de otros ligues y novios de esa época llevaban ya años marchitos. Entonces sí suplicaba ante su imagen, como no había sido capaz de hacer frente a su persona en el momento adecuado: "Por favor... vuelve conmigo... vuelve conmigo..." Era un delirio del que luego me avergonzaba, y por el que me reprendía con dureza: estás enferma. Volver contigo... Samuel nunca estuvo contigo, solo echasteis un par de polvos, nada más. Pero entonces por qué su recuerdo no se iba del todo...      
       Aunque todo esto, a día de hoy resulta bastante lejano, se me hace muy presente cuando ocasionalmente paso la noche del sábado a solas frente a la tele. En tropel me vienen a la cabeza esas pesarosas noches de melancolía. Solo que esta vez casi lo disfruto, me recreo en ello, y cuando me acuesto, abrazándome a la almohada, susurro de nuevo: vuelve conmigo... Esta vez sé que en algún momento de la madrugada, escucharé los pasos de Samuel por el pasillo, y el suave rumor de su ropa mientras se desnuda; y al fin sentiré el peso de su cuerpo sobre la cama, y su brazo asiéndome la cintura para atraerme hacia el refugio cálido de su pecho.


sábado, 14 de mayo de 2011

De repente ¡flash! su sonrisa.

       Durante el breve invierno que duró nuestro noviazgo, Samuel y yo solíamos tener largas conversaciones en su coche mientras tomábamos, antes de entregarnos a nuestra pasión, dulces tragos de vodka caramelo. Ibamos desgranando nuestra vida frente a los ojos del otro, a la vez que íbamos asimilándola de una manera diferente, conforme la exponíamos. También compartíamos recuerdos comunes, y experiencias muy similares en el entorno que habíamos frecuentado. En una ocasión, hablándome de la desastrosa y castrante relación de la que acababa de salir, me comentó que, al parecer lo que más había fascinado a aquella tipa (una histérica, por lo que pude comprobar meses más tarde) de él, había sido su sonrisa. Yo entonces, quizás por llevarle la contraria a quien yo consideraba inmerecedora de los besos y caricias de Samuel, le dije: "Se equivoca. Lo más fascinante de ti es tu mirada". El misterio del atractivo de Samuel, es que no tiene las pestañas largas, ni los ojos grandes. Su boca es suave y fina, no es carnosa. Incluso su nariz aguileña, puede resultar un poco prominente Al principio de estar con él, me quedaba mirándole como hipnotizada, intentándo descubrir qué era lo que lo hacía tan especialemente guapo. Deduje que se debía a su mentón, a sus cejas, a sus pómulos salientes, en definitiva, a su cráneo. Esto acompañado de una piel melada, un cabello sedoso de un rubio muy oscuro, y un recio lunar en la barbilla, conforma un conjunto de una armonía, que, sin embargo, no sería más que carcasa si no estuviera sostenido por una hermosa y fresca luz interior, que es lo que convierte subyugante su mirada y en mágica su sonrisa. Porque aunque lo primero que me encadenó para siempre a él fue el encontronazo con sus ojos, años más tarde, durante nuestra convivencia, comencé a verme sorprendida, como si de fogonazos inesperados se tratara, de la pureza centelleante de su risa.
      Sucedía, lógicamente, cuando en medio de nuestra cotidianeidad, salimos de broma, simulando peleíllas infantiles, o jugábamos a chincharnos mutuamente, para escuchar al otro (sobre todo, él a mí). Entonces, su risa afloraba, como una lluvia de fuegos artificiales en el cielo nocturno. Una vez que yo regresaba a casa después del trabajo, se escondió en una habitación para darme darme un susto de muerte. Como logró su objetivo, yo, nerviosa, pálida y sin resuello, comencé estupidamente a darle inútiles tortazos, y él se echó en la pared, desplegando una risa con la que logró detenerme, dejándome turulata. "Oh, Dios..." casi suspiré impresionada. 
     Ni ante las pirámides de Egipto, ni ante San Pedro del Vaticano, ni ante la Alhambra, ni ante el David de Miguel Ángel, ni ante ninguna obra humana, me he sentido tan conmovida. Tan solo el mar y el desierto, me han hecho sentir algo similar a lo que me provoca esa iluminación súbita del espacio que es su sonrisa. Es increíble que ninguna de las amarguras y sinsabores por los que ha ido pasando hayan logrado enturbiar esa irradiación cristalina que se diría que surge de lo más profundo de su ser. Durante unos segundos, se rejuvenece, como si de pronto quedara de relieve su verdadera edad, la que tendrá siempre: veinte años. Porque Samuel con lo caduco y lo viejo no se aviene. No se aviene con la muerte y la putrfacción de la mentira. Es, a pesar de haber sido un crápula, un vicioso, y un pendenciero, como lo refleja su adolescente sonrisa: incorruptible.

martes, 10 de mayo de 2011

Gigantes que son molinos, ejércitos que son rebaños.

  Ahí siguen. Y nunca pararán. Arremetiendo, embistiendo, entrando al trapo, los seguidores de la parte más chusca de Don Quijote, la de loco alucinado, que acababa de forma ridícula, enganchado a las aspas de un inocente molino, dando vueltas. Cuando Sancho iba en su ayuda, y le repetía: "¿Pero no se lo he dicho, que no eran gigantes sino molinos?", el caballero de la triste figura comenzaba diciendo: "Calla, Sancho..." y de seguido recurría a la teoría de la conspiración para explicar la realidad contumaz y obstinada que acababa de darle en los morros. Nada nuevo bajo el sol. Cervantes conocía profundamente el alma humana. Porque una puede contemplar día a día este comportamiento en personas que a raiz de sucesos inciertos, o de noticias prefabricadas y rumores, que creen a pie juntillas, se echan el yelmo, se aferran a la lanza y se aprestan a entrar en justa y singular batalla contra los feroces enemigos... que al final resultan ser unos odres de vino. Ciertamente todos hemos acabado rajando odres de vino alguna vez, creyéndonos dignos caballeros andantes. Pero cuando una hace un acto de voluntad, y un día decide apearse de ese viaje, desde el andén descubre que ese tren en el que iba no es más que una atracción de feria, y que los que se han quedado en él no van a ninguna parte, sino que dan vueltas y más vueltas, por un breve circuito, bastante cutre, muchas veces. 
   Está claro, por otra parte, que mucha gente prefiere seguir viendo los gigantes, en vez de los molinos, que prefiere creer que se las ve con un poderoso ejército, en lugar de con un apacible rebaño, porque por motivos que seguramente son de lo más variopinto, en el momento que admitan la realidad en su sencillez, con sus cuitas diarias, sin el tono heroíco de las novelas de caballería, como el Quijote, caerán en la más profunda de las melancolías, e incluso, morirán. Yo me incliné hace tiempo por la propuesta de Sancho: vámonos por ahí a pastorear por los campos de mayo, a cantar canciones y a enredarnos en amoríos...

lunes, 9 de mayo de 2011

Samuel frente al puente de Don Luis.

   Están sus ojos posados en la otra orilla, y su perfil se dibuja sobre el caserío viejo de Oporto. No me he preguntado nunca en qué estaría pensando en el momento de la foto, lo sé muy bien. Está todo él envuelto en un halo melancólico, de tristeza profunda, de dolor de la vida, como solo puede doler a los veinte años.Hay un tipo de hermosura, fascinante, hipnótica, no mensurable, que se diría que no se tiene sino que se irradia, y que Samuel, de forma incosciente (este tipo de belleza siempre lo es) despliega en esta serie de imagenes tomadas hace años en Portugal, como si le desbordara desde dentro. Es cierto que Samuel siempre ha sido guapo, pero no se trata solo de algo físico. Una conoce a muchos tipos guapos en su vida que no le provocan la más mínima emoción. Samuel es diferente. Su carisma traspasa el objetivo, de forma espontánea y natural, sin pose, sin indicación alguna. Quienes hemos tenido el privilegio de conocer a Samuel, sabemos que su autenticidad es abrumadora, y la intensidad de sus emociones vibrante. Durante este viaje llevaba  en su equipaje una carga de amargura que, a la postre, casi se le haría insoportable. En esta foto en la que su mirada va más allá del río que tiene delante, Samuel parece dejar para siempre su impronta en el paisaje que le circunda, como si la ciudad recibiera su presencia como un regalo y ya no volviera a ser la misma. Porque tal como se puede apreciar en las otras instantáneas que acompañaron a esta, el alma de Samuel se asoma a sus ojos y a su sonrisa,  y ésta ha dejado un eco, una reverberancia, una huella indeleble en los lugares que habitó, o por los que un día, simplemente, pasó.
 En esta foto, Samuel, bajo la mirada severa del puente de hierro, evocaba  el paraíso perdido,  y el combate continuo con la desafección y el rechazo.Quien hubiera podido entonces aliviar siquiera tanta derrota. 

sábado, 7 de mayo de 2011

Este sábado tan silencioso.

   Mucho más de lo normal. A excepción del pertinaz butanero, en todo el día se ha escuchado en el barrio populoso nada más que el trinar de los pájaros, el arrullar de las palomas, y, de vez en cuando el tránsito de un coche, o una moto. A lo lejos, quizás, el eco de una sirena. Este sábado de resaca, se asemeja más que nunca a su inspirador, el sabat judío, día de riguroso descanso. Día consagrado, de inactividad total. Un día que, como el relajado domingo, pondría de los nervios y espantaría a la mentalidad avara y utilitarista que nos imponen sin que nos demos cuenta. ¿Un día sin hacer negocio, sin producir dinero? ¡Horror de horrores! Por eso nos han dejado pocos días como este, en los que sobreviene esta calma, esta atmósfera silenciosa, este recogimiento: la mañana de Año Nuevo, el mediodía del Viernes Santo, algunos domingos de agosto, y este sábado de primavera. En días así, el mundo que nos rodea, parece abandonar, por unas horas, su máscara. Como la mujer que tras limpiarse el maquillaje, quitarse las uñas y las pestañas postizas, las extensiones de pelo, los tacones, y el wonderbra, se contempla en el espejo tal como es.
    Recuerdo que cuando estuve en Egipto, tras desembarcar en el aeropuerto, lo primero que vi a través de las ventanas del autobús fue una ciudad de Asuán completamente desierta, bajo el sol inmisericorde de África.  Mi amigo Rashid me explicó que era viernes de ramadán. "Todo el mundo está en su casa; en cuanto anochezca, verás qué animación" . Tan solo un par de figuras veladas aparecieron caminando por aquellas calles y seguramente hacían un trayecto corto. Días más tarde le comenté a Rashid, que aquello me resultaba, desde mi perspectiva cristiana, una curiosa mezcla de cuaresma y navidad. Otro compañero de viaje, sin embargo, aportó su visión más "pragmática", neoliberal, más moderna: "Pues yo no me lo explico, una sociedad entera en este plan durante un mes..." apuntó con desprecio. Un poco más grosero, también.
    En esta calma de mediodía glorioso, me recreo en el relumbrón del sol en las fachadas blancas, el verde de los árboles, los parchones azules entre las nubes. Me conformaría con que todos los domingos del año fueran, realmente, tan sosegados como este sábado.

viernes, 6 de mayo de 2011

Efímero para siempre

       Han pasado varios años desde que vi a Samuel por primera vez. Y no pasa más de una semana sin que recuerde ese momento, la intensidad de su mirada, el impacto de sus ojos. Cómo me cautivo sin siquiera abrir la boca, solo con su presencia. La fascinación de ese instante fugaz, ha llegado hasta hoy. He olvidado muchas de las cosas que entonces creía importantes, y me parecen caducas la mayoría de las ideas y causas que entonces apoyaba con denuedo. He olvidado muchas caras y muchos nombres, he olvidado muchas de mis preocupaciones y de mis angustias, he olvidado desde luego las importantísimas noticias que había que conocer si querías seguir estando en el mundo, he olvidado las portadas de los periodicos y las revistas y los personajes de moda, todo eso es como un gran montón de hojarasca. 
      No así el instante en el que me encontré con Samuel, y su mirada recibió la mía. Se estaba tomando una cerveza. Duró un segundo. Esa imagen suya, es ahora como un diamante en mi corazón.