martes, 14 de junio de 2011

Intelectuales abstenganse.

        Creía tenerlo claro, a los veintipocos años:
- Yo lo que quiero es un universitario que tenga un poco de nivel cultural. No sé por qué acabo siempre con tíos garrulos con mentalidad del pleistoceno. Y que además son un constante insulto a mi inteligencia. Se creen listísimos y son más simples que el mecanismo de un búcaro. 
        Mi amigo, y antiguo compañero del instituto me advertía: 
- No te confundas, tener una licenciatura no garantiza nada. Hay mucho borrico en la facultad, te lo digo yo. 
         Él estudiaba filología. Me presentaba a compañeros suyos, pero ahí quedaba todo. En un par de cervezas cuando se terciaba muy de vez en cuando.
         Mi primer novio había sido un chico sin apenas estudios, algo membrillo. El segundo casi era igual solo que más espabilado, un poco más leído, y bastante más feo. Que además se creía algo. Yo comenzaba a estar desolada. Nada respondía a mis expectativas, nada me satisfacía. Pensaba que el paraíso perdido lo encontraría en un chaval lo suficientemente culto como para poder tener con él una charla interesante.
         Quizás fue esto lo que, en un principio, menos me gustó de Samuel: no había habido forma de que terminara la secundaria. Viéndolo hojear cómics al final de la barra de un bar,  reconoceré que la atracción que sentía por él se desinfló un poco cuando me comentaron: 
- ¿Ese? No terminó los estudios. Creo que lo metieron hasta en un internado, pero qué va, salió peor... 
          Qué lástima, narices. Este detalle sosegó mi secreta obsesión por él, y hasta me lo quitó de la cabeza por un tiempo, sustituyéndolo por un chico ideal mejor hablado, más suave, y más instruído. Todo esto me llevó a retomar yo misma los estudios, y me empujó a matricularme en la universidad. Fue algo ilusionante, comencé con ganas, revitalizada. Pero ahí, fue donde comencé a darme cuenta de mi gran error. Porque la gente más anodina, aburrida, normópata, y hasta intransigente la conocí en los círculos universitarios. No es un tópico, es la verdad: muchos libros y poca vida, convierte a la gente en charlatanes y discutidores sin mucha sustancia. Comprendí por qué Cervantes en el Quijote pone por encima del oficio de  las letras, el de soldado. Y comprendí que Henry Melville, se sentía ballenero antes que escritor. 
         Experimenté lo plasta que puede ser un tipo con ínfulas intelectualoides una noche de fin de semana. Es cuando más bebes, cuando ligas con uno de estos. Nunca conocí a gente con más prejuicios ni con más miedo a la vida, y total, al final resultaba que eran más ingenuos aún que los tipos de los ambientes canallas, y se les engañaba y manejaba con una facilidad pasmosa. Recuerdo un amante que me regaló "Las flores del mal" de Baudelaire, después de haber pasado la noche en mi casa. Muy refinado, qué nivel, Maribel. Pero no pude evitar pensar que era una escasa compensación por su pésima forma de hacer el amor.
         Así que los hombres ilustrados dejaron de parecerme atractivos por el mero hecho de ser licenciados y haber leído mucho. Comencé a darme cuenta de que incluso podía ser un estorbo, porque pulía en exceso a la persona, que perdía frescura y espontaneidad. Y eché de menos esa inteligencia asilvestrada y más emocional que racional que había intuído en Samuel; sus tacos, su bordería, su impertinencia barriobajera. Recordé una de nuestras primeras conversaciones, cubateando con un estruendo de guitarras sonando de fondo, envueltos en humo de tabaco: 
- Es que ese actor ha interpretado mucho a Shakespeare. - me decía él. No puedo acordarme de que actor se trataba, pero sí que a mí no me sonaba haberlo visto interpretando a Shakespeare. 
- Creo que te estás confundiendo con Lawrence Olivier. - le repliqué yo. Él entonces con aire dubitativo, aventuró: 
- No, a ese actor lo he visto yo haciendo la obra esta de Shakespeare, sí, creo que es... Sansón y Dalila. 
             No quise hacer aspaviento alguno para no herir su orgullo. Con toda prudencia, le corregí: 
- Quizás te refieras a Marco Antonio y Cleopatra... 
             Él se encogió de hombros, y con un encanto indescriptible, remató: 
- Sí, bueno... era algo bíblico... 
             No podía más: tenía que reírme. Pero no de él, sino de su ocurrencia, porque en su expresión era fácil adivinar que se daba cuenta del jardín en el que sin querer se había metido. Y como no había pretendido en ningún momento quedar de algo que no era, comenzó a carcajearse casi a la misma vez que yo. Le importaba tres puñetas no parecer demasiado culto. No le preocupaba la impresión que pudiera dar. Demostraba, en cambio, su capacidad para reírse de sí mismo. Y su risa, fresca y contagiosa,  mientras se inclinaba sobre el mostrador de madera, era más seductora que ningún título.




lunes, 13 de junio de 2011

"A mí no me marees, tía"

     Continúo desmenuzando la atronadora personalidad de Samuel, dos de cuyos rasgos prinicpales son la espontaneidad, y el descaro. Su sinceridad y su precipitación eran con frecuencia, aturrullantes, y lo peor es que no daba mucho tiempo a titubeos.
- Oye, que si quieres bien, y si no nada. Pero a mí no me marees. 
     Era su frase más repetida con veintipocos años: a mí no me marees. En una ocasión en la que estaba realmente molesta con él estuve a punto de regalarle una caja de Biodramida. Afortunadamente no lo hice, porque Samuel no toleraba un chuleo así de ninguna tía. Él, en cambio, sí que te mareaba todo lo que quería y más, por supuesto. Sin ningún tipo de reparo,  podía irse a tontear con otra, después de haber estado toda la noche tirándote papeles. Si no tenías cintura, ni paciencia, Samuel era capaz, sin proponerselo, desde luego, de arrastrar el amor propio de una chica por las aceras de la calle. Como además era tan suceptible y orgulloso, ligar con él era como adentrarse en un campo de minas. Había que tener cuidado en la manera de tratarlo, si no querías que te explotara en la cara. 
      Por ejemplo, si no te mostrabas lo suficientemente cordial y simpática, la pifiabas. 
      Si entrabas donde él estuviera, no le veías y no le saludabas, la pifiabas. 
      Si te veía tonteando con otro, la pifiabas. 
      Si le dabas una contestación un pelín desafiante, la pifiabas.
      Si tardabas en llamarle, la pifiabas. Si tardabas en responder sí a sus requerimientos sexuales, la pifiabas.
      Y si cuando iba a besarte, le esquivabas el beso, más te valía estar muy convencida de lo que acababas de hacer. Porque ibas a tener que arrastrarte mucho para que se te ofreciera otra oportunidad, y probablemente serías tú la que tendría que echársele encima. 
       Y ya si te mostrabas celosa, o le pedías explicaciones de algún tipo, ni te cuento. No se podía sujetar a Samuel. Ni intentarlo siquietra. La única forma de tenerle al alcance de la mano, era con la palma abierta. Sin apreturas. Exceptúando esto último, yo me pasé varios años intentando averiguar cuál de los anteriores errores había cometido yo, para que Samuel un día decidiera no volver a llamarme. No me dijo nada, nunca le escuché decirme como sí le había oído decir a otras: 
- Mira, es que no me interesa seguir con esto...
    Con ese tono helador y displicente, con el que era capaz de tratarte. Samuel hacía llorar a las chicas. No sé si encontraría placer en ello, él me asegura que no, pero yo no acabo de creérmelo. A mí me reservó un rechazo más agónico. Simplemente no volvió a marcar mi número, dejándome el sinvivir de no saber si insistir o dejarlo estar. Lento, tortuoso, sangrante. Más que un golpe seco de una vez. Era un castigador. Pero yo le adoraba así.
     Decidí dejarlo estar. Me consumí mientras intentaba apagar mi sed por él bebiendo en otros labios, marchitos, insípidos, incluso repulsivos, comparados con los suyos. Pero solo imaginármelo diciéndome con desprecio lo que le había dicho a tantas, se me cuajaba la sangre.

miércoles, 8 de junio de 2011

Vomitando cucarachas.

     Repasando mis anteriores entradas me doy cuenta de que, quizás, de mis palabras sobre Samuel pueda desprenderse la imagen de un chico suave, callado, dulce. Realmente su corazón es de tierno bizcocho relleno de mermelada de fresa, pero eso es algo que se acaba descubriendo en la distancia corta, cuando se han pulsado los resortes adecuados, no algo que salte a la vista. Porque pueden mis comentarios dar pie a imaginar que con Samuel encontré ese ideal de galán romántico, que te recita poemas y te regala flores, que te manda cartas de amor y te prepara sorpresas en las fechas señaladas. Un chico atento, maduro, de talante amable y personalidad equilibrada. Ese príncipe azul que nos enseñan a anhelar a todas desde la infancia.
     En absoluto.
     De príncipe, Samuel solo tenía la apariencia. Pero la mayoría de las chicas que se acercaban a él atraídas por ella, no tardaban en huir despavoridas en cuanto él se expresaba y se mostraba tal como era: un auténtico macarrra. Y ni sabía ni pretendía ser de otra manera. La primera vez que me aproximé a él y le escuché hablar, estaba diciendo lo que sigue: 
- Tío, aquí tiene que haber un cabronazo que en lugar de follarse a las tías se las come, macho: ¡cada vez hay menos!
      No me escandalicé, una ya estaba hecha a todo, pero sí que me cogió un poco de sopetón. Una no solía imaginarse a un chico con aquella cara hablando así, eso no sale en las novelas románticas. Y después de todo, tuve suerte. Una niña bien con la que se había enrrollado lo pilló una vez explicando, ante sus colegas:
- Eso es como cuando te estás pajeando viendo una porno, y cuando ya vas a correrte va y te sale el careto del tío, y te estropea la paja, tiene cojones... 
      Cuando se giró y vió que la chica estaba allí, se lamentó soltando: "Coño..." y deseó que se lo tragara la tierra (ante el regocijo de sus amiguetes) porque sabía que la muchacha en cuestión era algo repipi, y que no transigía con aquella forma de hablar, mucho menos con que viera porno. Y efectivamente aquella historia no duró ya demasiado, en realidad, casi nada.  
        Esto es solo una pincelada de lo que intento explicar. Podría contar mil historias ilustrativas de la apabullante y siempre asombrosa personalidad de Samuel, el cual, antes de cumplir veinte años, ya padeció un episodio de gastroenteritis aguda, derivado de sus excesos principalmente con la bebida. El médico se lo dejó claro:
- Muchacho, tú, o pisas el freno, o no llegas a los treinta.
           Una previsión bastante optimista para alguien que bebía de todo, fumaba de todo y se metía casi de todo. Anhelaba el vicio de manera irracional y suicida. Un jueves, siguiendo la moda de esos años, había estado con sus colegas empapándose bien en un cóctel tremebundo de coñac y chocolate cuando apareció por el bareto en el que solíamos encontrarnos, cercana ya la medianoche. Pidieron todos una modalidad de chupitos, de los llamados cucarachas, hechos con licor de café que se toman con una cañita, rápidamente, mientras se flambean. Samuel se zampó dos, casi con urgencia, y luego, irguiéndose, exhaló un suspiro notando el agradable calorcillo que le invadía por dentro. De pronto, su expresión se torció, y se lanzó hacia la puerta. 
- ¿Qué te pasa, tío?
            Samuel apenas tuvo tiempo de inclinarse hacia el suelo. Eyaculó desde su boca un caño achocolatado, de olor etílico,  que fue a estrellarse contra los adoquines, salpicándole los bajos de los pantalones. Afortunadamente, la calle estaba medio vacia, porque casi no había sido capaz de controlar el lugar en el que arrojaba la vomitona hedionda. Estuvo unos segundos jadeante, con la mirada un poco perdida. Luego se limpió la boca con el puño de su chupa, y tras recomponerse un poco, entró de nuevo en el bar. A tomarse otra cucaracha de esas. 
                  Una pena, no estar pasando en esos momentos por la puerta del local. Hubiera sido una inolvidable forma de conocerse.


     


martes, 7 de junio de 2011

PREMONICIÓN


  Aún no había cumplido los trece años cuando me di cuenta de mis extraña predilección por los chicos rubios. Digo extraña porque no era lo habitual. En mi entorno, tanto mis amigas como las mujeres adultas, se decantaban casi de manera unánime por los hombres morenos, de pelo y ojos negros. Agitanados, moros, de pura raza. A todas les resultaba mucho más varonil. En las novelas que leía, los galanes siempre eran morenos, así como los grandes seductores de la pantalla. Los hombre rubios aparecían como la antítesis de esto, villanos o débiles, cuando no mezquinos, y poco atractivos. Se podría llenar un folio con ejemplos  de lo que digo. Desde clásicos como "Lo que el viento se llevó" o "Los Vikingos", hasta el más modesto cine adolescente, como "Karate Kid" dónde la visera rubicunda del gallito de tres al cuarto que incordia al protagonista, es parte de su personalidad lábil. Así que yo no sabía de dónde me venía esa fijación. El único chico rubio guapo que conocía era un primo mío, al que veía de Pascuas a Ramos. Los pocos que había en mi clase no eran precisamente unos príncipes. De hecho, el más rubio de todos que se sentaba detrás de mí, era bastante feo. Pero yo no podía evitarlo. Cuando me preguntaban mis amigas, no lo dudaba. 
- Rubio. 
      Pero rubio oscuro. El color de ojos no me importaba, aunque solía imaginarlos almendrados. La piel acaramelada, sin mucho vello. Y el pelo algo largo, que le enmarcara bien el rostro. Lo más curioso de todo fue que ese verano echaban una serie de ciencia ficción, de cuyos protagonistas, dos maromos de buen ver, el rubio cosechó un arrollador éxito entre el público femenino(lo que se avenía bien con su personaje, un jugador mujeriego de sonrisa pícara y sexy) en tanto que a mí, contrariamente a mi recién descubierta fijación, me seducía más la dulzura melancólica del tipo moreno. Fui descubriendo así que mi predilección no me venía dada por una imagen externa, sino que en mi interior subyacía un reflejo, pálido durante las horas diurnas, que parecía definirse al amparo de la noche, o en la penumbra solitaria de la siesta, cuando mis fantasías eclosionaban, a todo color, como un manto de flores. Entonces ese reflejo se hacía más nítido. Al contrario que mis amigas que se enamoraban de actores y cantantes con cuyas fotos forraban sus carpetas, yo lo que buscaba entre aquellos rostros en papel couché, era alguno que se pareciese a ese reflejo. Que me ayudase a vislumbrar más claramente esa figura borrosa. 
      En una ocasión, ya con catorce años bien cumplidos, a solas con una amiga, salió en la conversación mi indiferencia hacia un cantante de moda con el que todas andaban como locas, y mi falta de entusiasmo por los chicos que conocíamos. Me habló de ello de una forma natural y sincera, con curiosidad, eso sí, así que yo le correspondí de igual forma, y le conté lo de mi evanescente ideal que siempre tenía en la cabeza, y al que debían acoplarse los chicos del mundo real para llamarme la atención. Me preguntó cómo era y yo comencé a describirselo. Entonces, dedicándose ella al dibujo y haciéndolo muy bien, me propuso intentar hacer un "retrato". Siguiendo mis instrucciones, ( labios finos... ojos no muy grandes, pero profundos... el mentón marcado... frente amplia... pómulos salientes... nariz algo aguileña... ) logró plasmar en el papel con trazos habilidosos la imagen de un muchacho muy semejante al que aparecía en mis sueños. Encantada con su trabajo, guardé el dibujo con idéntica devoción con el que mis amigas guardaban las fotos de sus ídolos.
      Ni que decir tiene que aquella hoja de papel acabó un día hecha un gurruño en una bolsa con un montón de apuntes y recortes de revista, antes de haber cumplido los diecisiete. La vida real se impuso con su fuerza habitual con sus buenos y malos momentos. Y sí, mi primer amor fue un chico rubio, pero muy claro,  y de pelo corto, con piel lechosa y ojos grises. Y además un poco pijo. Luego vino una larga lista: rubios, morenos, castaños, más o menos agraciados, más o menos altos, con gafas, desgarbados, fuertes, ojos verdes, ojos negros, al final daba igual, porque todo era pasajero. Lo único que persistía, como un recordatorio, a lo largo de los años, era mi inclinación hacia los hombres rubios. Aun sin darme yo cuenta, la sola mención de esta característica referida a algún chico que aún no conocía era suficiente para despertar mi interés, aunque luego este se desvaneciese en cuanto le veía. Una vez, una echadora de cartas me vaticinó la llegada a mi vida de un hombre moreno de pelo rizado, con el que comenzaría una relación. Me acuerdo estupendamente de que sentí una punzada de decepción: "Igual sí..." dije para mí. "Pero no es él " No, nunca era él. Y si era moreno, estaba descartado desde el primer minuto. 
    Pero todo en esta vida es tener paciencia. Y él decidió aparecer una noche, en un bar del centro, en el que estaba yo, aún medio vacio, a tomarse una cerveza con un amigo. A diferencia de todas mis historias anteriores, no tuvo que hacer nada, ni abordarme, ni hablarme, ni invitarme al cine, ni a salir,  solo plantarse delante de mí, y conversar mientras fumaba, apenas sin echarme cuenta. Tan solo me dedicó un par de miradas breves que acentuaron aún más mi aturdimiento. En lo primero que me había fijado al verle entrar había sido en su pelo:  rubio oscuro, largo y alisado. "¡Virgen Santísima!" me dije, impresionada, como nunca antes me había sucedido: "Qué chaval..." Una pena no haber guardado aquel dibujo de mi adolescencia. Sería fácil comprobar el parecido.


viernes, 3 de junio de 2011

Añoranza del Edén.

Hay, en la claridad de la mañana, una mezcla de pálpito sobrenatural y enamoramiento adolescente. Probablemente en el Paraíso siempre era junio.

jueves, 26 de mayo de 2011

Tu barrio será mi barrio.

      En las bodas católicas, suele leerse, como expresión y ejemplo de fidelidad, el bellísimo pasaje del libro de Rut, mujer moabita, que, tras enviudar, cuando su suegra hebrea Noemí, la anima a que vuelva a su tierra, donde hay riqueza y prosperidad, y donde puede volver a casarse, le contesta: "No insistas en que te deje, y me vaya lejos de tí. Donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios, será mi Dios. Donde mueras tú, allí moriré y seré sepultada yo." Realmente, no puede expresarse mejor el deseo no solo de ser fiel a una persona, sino de tomar lo más intrínsecamente suyo como propio. Y cuando se está verdaderamente enamorada, esto casi viene solo. 
    Samuel y yo tenemos muchas cosas en común, el principal de ellos, nuestro origen social. Por eso parábamos por los mismos locales. Nuestros barrios sin embargo, estaban situados en puntos diagonalmente opuestos de la ciudad. En tanto él vivía en la zona noroeste, en un barrio amplio y popular que a su vez se divide en un centro propio rodeado de diferentes barriadas, de status y fisonomías bien distintas, yo habitaba un modesto barrio más pequeño y monocorde en el sureste, pero al igual que el núcleo residencial en el que se crió Samuel, levantado en los setenta, y poblado mayoritariamente por la clase obrera. Su instituto (público, claro está) se parecía al mío. Las plazoletas en las que bebía litronas, las escaleras y comerciales en las que ser reunía con sus colegas, era todo parecido a los lugares en los que yo hacía lo propio. El también se crió cerca de un parque, al que iba a darse revolcones con sus ligues. 
       No podría decir cuándo comencé a darme cuenta de que regresar a la calle en la que él había vivido me producía más emoción que volver a pisar el barrio en el que yo había jugado de niña y desarrollado mi adolescencia. Incluso el recuerdo de mi instituto, tan apegado a las canciones de la época, comenzaba a ser desplazado por las anécdotas que él me contaba del suyo. Así, un día, al escuchar  ya convertido en clásico  el primer tema que sonó en la radio de Bon Jovi, no acudió a mi mente como solía pasar, un vendaval de rememoranzas propias, de rincones y caras y sensaciones que formaban parte de mi biografía, no. Lo que se me vino a la mente fue una especie de ensoñación en la que contemplaba a Samuel en sus años más salvajes, en su entorno, que ya no era para mí un punto cualquiera de la ciudad. Poco a poco, los lugares de mi juventud, han ido difuminandose en gris, para ser sustituídos por los de la suya. Su instituto, su calle, su parque... su barrio... Hasta que lo que antaño me había evocado tantas cosas, comenzó a estar vacío para mí. Mi instituto ya no me decía nada. El camino que  había recorrido de ida y vuelta, diariamente durante años, y que otrora me hacía suspirar nostálgica, ya dejó de hacerlo. Era como si de pronto, no significara nada para mi. En cambio, cuando paso siquiera cerca de la antigua barriada de Samuel, o de su viejo instituto, o veo la inmensidad del parque en el que tanto hizo el gamberro, algo me cosquillea en el interior. 
   He comprendido, a partir de entonces mejor que nunca ese pasaje del libro de Rut que se lee en las bodas, como prólogo de la unión de dos seres en uno, que aunque muchas veces es una farsa, lo es por empeño de al menos uno de los contrayentes, pero que cuando se ama de verdad, va de suyo: donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo. 
        Donde habitan tus recuerdos, Samuel, ahí, habitan también los míos.

martes, 24 de mayo de 2011

Por favor, vuelve conmigo.

     En las noches de los sábados que, por un motivo u otro, paso a solas en casa, suele asaltarme, ya indoloro, pero con un regusto amargo, el recuerdo de los años que pasé añorando a Samuel. Añorándole aun cuando estaba convencida de que no era más que una sombra del pasado. Añorándole cuando la ilusión de un amor nuevo se desvanecía, como una bruma matinal, o cuando la cita con el ligue de la noche anterior resultaba ya a priori, soporífera. Pero sobre todo añorándole cuando la noche del sábado se presentaba vacía, sin otro plan que el de escuchar música de la radio, y mirar las pelis de la tele, acompañada de una cerveza, un sandwich mixto y patatas fritas. En la soledad de mi piso, a oscuras, tirada en el sofá, frente a una pantalla parpadeante, procuraba apartar de mi mente las vivencias de otras noches, aún no muy lejanas en el tiempo, que me hacían caer en la melancolía, en el mejor de los casos y, en el peor, en la desesperación. Las tenía contadas: siete noches mágicas a lo largo de quince meses, y un epílogo. De esas siete, cuatro llenaban todo un año, y dos, una vida entera. Esos sábados en casa, por muy pendiente que intentara estar de la película de turno, mi mente se empeñaba en regresar a los lugares en los que me había encontrado con Samuel, donde nos habíamos mirado, sonreído, donde habíamos hablado, y finalmente, donde habíamos bebido juntos. Recordaba la calle tumultuosa, oliendo a pizza. Recordaba sus bromas, mientras íbamos de un bar a otro, recordaba sus constantes saludos a los conocidos con los que se iba cruzando. Recordaba el sonido de sus botas sobre los adoquines, el olor a cuero de su chupa. Recordaba, en definitiva, la fascinación inundándome el pecho. Y la música que sonaba en mis oídos.
     Cuando estaba peor (esto es, tras creer que le había perdido irremisiblemente) los dulces recuerdos se convertían en reproches. Mientras en la tele una chica engreída trataba al protagonista de la peli con una displicencia que en la vida real ningún hombre minimamente interesante aguanta sin mandarte al carajo, yo me martirizaba repasando los errores que me habían hecho perder mi oportunidad con Samuel: por qué no fuiste más sincera, porque fuiste tan cobarde, cómo pudiste elegir tan mal... por qué te emperraste en que Samuel solo fuera una aventurilla, para humillar a otro...por qué no rompiste con todo, y te arrojaste a sus pies... ninguno lo ha merecido como él... 
     Porque Samuel era orgulloso y digno, y no le gustó mi juego. Le decepcioné. El no me  buscó más y yo pensé que, tal como había experimentado muchas veces, una vez que me había hecho suya, había perdido el interés. Habíamos hecho el amor dos veces: una en el servicio de un bar, otra en una pensión. No podía recordarlo sin estremecerme. Tan poco, en realidad, tan efímero, pero tan inolvidable. Cuando él ya no me llamó más, yo hice lo mismo. No iba a darle la ocasión de rechazarme. No volvimos a vernos hasta meses más tarde cuando coincidimos en uno de los locales de siempre. El me saludó con cortesía, y cruzamos unas palabras amables. Yo iba con mi novio, así que no me costó disimular que el corazón se me rompía en el pecho, porque estúpidamente pensaba que estaba saliendo airosa. Sin embargo, no fui capaz de soportar ver cómo Samuel galanteaba a otra chica y se reía con ella, y quise marcharme de allí. Ya no le vería más hasta pasado casi año y medio. Nos tomamos un par de cervezas. Yo ya estaba libre por esas fechas, pero entonces el ennoviado era él. Fue como tomar mi propio veneno. 
Así que cuando llegaban esas terribles noches del fin de semana sin planes de salida, sin nada excepto la tele y la radio para distraerme, se me abría una herida en el pecho, y echaba de menos a Samuel de una forma atroz. Algunas veces, habiendo bebido demasiado, sollozaba mirando una foto suya que guardaba como un tesoro. En la distancia del tiempo, Samuel aparecía esplendoroso, en tanto el recuerdo de otros ligues y novios de esa época llevaban ya años marchitos. Entonces sí suplicaba ante su imagen, como no había sido capaz de hacer frente a su persona en el momento adecuado: "Por favor... vuelve conmigo... vuelve conmigo..." Era un delirio del que luego me avergonzaba, y por el que me reprendía con dureza: estás enferma. Volver contigo... Samuel nunca estuvo contigo, solo echasteis un par de polvos, nada más. Pero entonces por qué su recuerdo no se iba del todo...      
       Aunque todo esto, a día de hoy resulta bastante lejano, se me hace muy presente cuando ocasionalmente paso la noche del sábado a solas frente a la tele. En tropel me vienen a la cabeza esas pesarosas noches de melancolía. Solo que esta vez casi lo disfruto, me recreo en ello, y cuando me acuesto, abrazándome a la almohada, susurro de nuevo: vuelve conmigo... Esta vez sé que en algún momento de la madrugada, escucharé los pasos de Samuel por el pasillo, y el suave rumor de su ropa mientras se desnuda; y al fin sentiré el peso de su cuerpo sobre la cama, y su brazo asiéndome la cintura para atraerme hacia el refugio cálido de su pecho.


sábado, 14 de mayo de 2011

De repente ¡flash! su sonrisa.

       Durante el breve invierno que duró nuestro noviazgo, Samuel y yo solíamos tener largas conversaciones en su coche mientras tomábamos, antes de entregarnos a nuestra pasión, dulces tragos de vodka caramelo. Ibamos desgranando nuestra vida frente a los ojos del otro, a la vez que íbamos asimilándola de una manera diferente, conforme la exponíamos. También compartíamos recuerdos comunes, y experiencias muy similares en el entorno que habíamos frecuentado. En una ocasión, hablándome de la desastrosa y castrante relación de la que acababa de salir, me comentó que, al parecer lo que más había fascinado a aquella tipa (una histérica, por lo que pude comprobar meses más tarde) de él, había sido su sonrisa. Yo entonces, quizás por llevarle la contraria a quien yo consideraba inmerecedora de los besos y caricias de Samuel, le dije: "Se equivoca. Lo más fascinante de ti es tu mirada". El misterio del atractivo de Samuel, es que no tiene las pestañas largas, ni los ojos grandes. Su boca es suave y fina, no es carnosa. Incluso su nariz aguileña, puede resultar un poco prominente Al principio de estar con él, me quedaba mirándole como hipnotizada, intentándo descubrir qué era lo que lo hacía tan especialemente guapo. Deduje que se debía a su mentón, a sus cejas, a sus pómulos salientes, en definitiva, a su cráneo. Esto acompañado de una piel melada, un cabello sedoso de un rubio muy oscuro, y un recio lunar en la barbilla, conforma un conjunto de una armonía, que, sin embargo, no sería más que carcasa si no estuviera sostenido por una hermosa y fresca luz interior, que es lo que convierte subyugante su mirada y en mágica su sonrisa. Porque aunque lo primero que me encadenó para siempre a él fue el encontronazo con sus ojos, años más tarde, durante nuestra convivencia, comencé a verme sorprendida, como si de fogonazos inesperados se tratara, de la pureza centelleante de su risa.
      Sucedía, lógicamente, cuando en medio de nuestra cotidianeidad, salimos de broma, simulando peleíllas infantiles, o jugábamos a chincharnos mutuamente, para escuchar al otro (sobre todo, él a mí). Entonces, su risa afloraba, como una lluvia de fuegos artificiales en el cielo nocturno. Una vez que yo regresaba a casa después del trabajo, se escondió en una habitación para darme darme un susto de muerte. Como logró su objetivo, yo, nerviosa, pálida y sin resuello, comencé estupidamente a darle inútiles tortazos, y él se echó en la pared, desplegando una risa con la que logró detenerme, dejándome turulata. "Oh, Dios..." casi suspiré impresionada. 
     Ni ante las pirámides de Egipto, ni ante San Pedro del Vaticano, ni ante la Alhambra, ni ante el David de Miguel Ángel, ni ante ninguna obra humana, me he sentido tan conmovida. Tan solo el mar y el desierto, me han hecho sentir algo similar a lo que me provoca esa iluminación súbita del espacio que es su sonrisa. Es increíble que ninguna de las amarguras y sinsabores por los que ha ido pasando hayan logrado enturbiar esa irradiación cristalina que se diría que surge de lo más profundo de su ser. Durante unos segundos, se rejuvenece, como si de pronto quedara de relieve su verdadera edad, la que tendrá siempre: veinte años. Porque Samuel con lo caduco y lo viejo no se aviene. No se aviene con la muerte y la putrfacción de la mentira. Es, a pesar de haber sido un crápula, un vicioso, y un pendenciero, como lo refleja su adolescente sonrisa: incorruptible.

martes, 10 de mayo de 2011

Gigantes que son molinos, ejércitos que son rebaños.

  Ahí siguen. Y nunca pararán. Arremetiendo, embistiendo, entrando al trapo, los seguidores de la parte más chusca de Don Quijote, la de loco alucinado, que acababa de forma ridícula, enganchado a las aspas de un inocente molino, dando vueltas. Cuando Sancho iba en su ayuda, y le repetía: "¿Pero no se lo he dicho, que no eran gigantes sino molinos?", el caballero de la triste figura comenzaba diciendo: "Calla, Sancho..." y de seguido recurría a la teoría de la conspiración para explicar la realidad contumaz y obstinada que acababa de darle en los morros. Nada nuevo bajo el sol. Cervantes conocía profundamente el alma humana. Porque una puede contemplar día a día este comportamiento en personas que a raiz de sucesos inciertos, o de noticias prefabricadas y rumores, que creen a pie juntillas, se echan el yelmo, se aferran a la lanza y se aprestan a entrar en justa y singular batalla contra los feroces enemigos... que al final resultan ser unos odres de vino. Ciertamente todos hemos acabado rajando odres de vino alguna vez, creyéndonos dignos caballeros andantes. Pero cuando una hace un acto de voluntad, y un día decide apearse de ese viaje, desde el andén descubre que ese tren en el que iba no es más que una atracción de feria, y que los que se han quedado en él no van a ninguna parte, sino que dan vueltas y más vueltas, por un breve circuito, bastante cutre, muchas veces. 
   Está claro, por otra parte, que mucha gente prefiere seguir viendo los gigantes, en vez de los molinos, que prefiere creer que se las ve con un poderoso ejército, en lugar de con un apacible rebaño, porque por motivos que seguramente son de lo más variopinto, en el momento que admitan la realidad en su sencillez, con sus cuitas diarias, sin el tono heroíco de las novelas de caballería, como el Quijote, caerán en la más profunda de las melancolías, e incluso, morirán. Yo me incliné hace tiempo por la propuesta de Sancho: vámonos por ahí a pastorear por los campos de mayo, a cantar canciones y a enredarnos en amoríos...

lunes, 9 de mayo de 2011

Samuel frente al puente de Don Luis.

   Están sus ojos posados en la otra orilla, y su perfil se dibuja sobre el caserío viejo de Oporto. No me he preguntado nunca en qué estaría pensando en el momento de la foto, lo sé muy bien. Está todo él envuelto en un halo melancólico, de tristeza profunda, de dolor de la vida, como solo puede doler a los veinte años.Hay un tipo de hermosura, fascinante, hipnótica, no mensurable, que se diría que no se tiene sino que se irradia, y que Samuel, de forma incosciente (este tipo de belleza siempre lo es) despliega en esta serie de imagenes tomadas hace años en Portugal, como si le desbordara desde dentro. Es cierto que Samuel siempre ha sido guapo, pero no se trata solo de algo físico. Una conoce a muchos tipos guapos en su vida que no le provocan la más mínima emoción. Samuel es diferente. Su carisma traspasa el objetivo, de forma espontánea y natural, sin pose, sin indicación alguna. Quienes hemos tenido el privilegio de conocer a Samuel, sabemos que su autenticidad es abrumadora, y la intensidad de sus emociones vibrante. Durante este viaje llevaba  en su equipaje una carga de amargura que, a la postre, casi se le haría insoportable. En esta foto en la que su mirada va más allá del río que tiene delante, Samuel parece dejar para siempre su impronta en el paisaje que le circunda, como si la ciudad recibiera su presencia como un regalo y ya no volviera a ser la misma. Porque tal como se puede apreciar en las otras instantáneas que acompañaron a esta, el alma de Samuel se asoma a sus ojos y a su sonrisa,  y ésta ha dejado un eco, una reverberancia, una huella indeleble en los lugares que habitó, o por los que un día, simplemente, pasó.
 En esta foto, Samuel, bajo la mirada severa del puente de hierro, evocaba  el paraíso perdido,  y el combate continuo con la desafección y el rechazo.Quien hubiera podido entonces aliviar siquiera tanta derrota. 

sábado, 7 de mayo de 2011

Este sábado tan silencioso.

   Mucho más de lo normal. A excepción del pertinaz butanero, en todo el día se ha escuchado en el barrio populoso nada más que el trinar de los pájaros, el arrullar de las palomas, y, de vez en cuando el tránsito de un coche, o una moto. A lo lejos, quizás, el eco de una sirena. Este sábado de resaca, se asemeja más que nunca a su inspirador, el sabat judío, día de riguroso descanso. Día consagrado, de inactividad total. Un día que, como el relajado domingo, pondría de los nervios y espantaría a la mentalidad avara y utilitarista que nos imponen sin que nos demos cuenta. ¿Un día sin hacer negocio, sin producir dinero? ¡Horror de horrores! Por eso nos han dejado pocos días como este, en los que sobreviene esta calma, esta atmósfera silenciosa, este recogimiento: la mañana de Año Nuevo, el mediodía del Viernes Santo, algunos domingos de agosto, y este sábado de primavera. En días así, el mundo que nos rodea, parece abandonar, por unas horas, su máscara. Como la mujer que tras limpiarse el maquillaje, quitarse las uñas y las pestañas postizas, las extensiones de pelo, los tacones, y el wonderbra, se contempla en el espejo tal como es.
    Recuerdo que cuando estuve en Egipto, tras desembarcar en el aeropuerto, lo primero que vi a través de las ventanas del autobús fue una ciudad de Asuán completamente desierta, bajo el sol inmisericorde de África.  Mi amigo Rashid me explicó que era viernes de ramadán. "Todo el mundo está en su casa; en cuanto anochezca, verás qué animación" . Tan solo un par de figuras veladas aparecieron caminando por aquellas calles y seguramente hacían un trayecto corto. Días más tarde le comenté a Rashid, que aquello me resultaba, desde mi perspectiva cristiana, una curiosa mezcla de cuaresma y navidad. Otro compañero de viaje, sin embargo, aportó su visión más "pragmática", neoliberal, más moderna: "Pues yo no me lo explico, una sociedad entera en este plan durante un mes..." apuntó con desprecio. Un poco más grosero, también.
    En esta calma de mediodía glorioso, me recreo en el relumbrón del sol en las fachadas blancas, el verde de los árboles, los parchones azules entre las nubes. Me conformaría con que todos los domingos del año fueran, realmente, tan sosegados como este sábado.

viernes, 6 de mayo de 2011

Efímero para siempre

       Han pasado varios años desde que vi a Samuel por primera vez. Y no pasa más de una semana sin que recuerde ese momento, la intensidad de su mirada, el impacto de sus ojos. Cómo me cautivo sin siquiera abrir la boca, solo con su presencia. La fascinación de ese instante fugaz, ha llegado hasta hoy. He olvidado muchas de las cosas que entonces creía importantes, y me parecen caducas la mayoría de las ideas y causas que entonces apoyaba con denuedo. He olvidado muchas caras y muchos nombres, he olvidado muchas de mis preocupaciones y de mis angustias, he olvidado desde luego las importantísimas noticias que había que conocer si querías seguir estando en el mundo, he olvidado las portadas de los periodicos y las revistas y los personajes de moda, todo eso es como un gran montón de hojarasca. 
      No así el instante en el que me encontré con Samuel, y su mirada recibió la mía. Se estaba tomando una cerveza. Duró un segundo. Esa imagen suya, es ahora como un diamante en mi corazón.