miércoles, 8 de junio de 2011

Vomitando cucarachas.

     Repasando mis anteriores entradas me doy cuenta de que, quizás, de mis palabras sobre Samuel pueda desprenderse la imagen de un chico suave, callado, dulce. Realmente su corazón es de tierno bizcocho relleno de mermelada de fresa, pero eso es algo que se acaba descubriendo en la distancia corta, cuando se han pulsado los resortes adecuados, no algo que salte a la vista. Porque pueden mis comentarios dar pie a imaginar que con Samuel encontré ese ideal de galán romántico, que te recita poemas y te regala flores, que te manda cartas de amor y te prepara sorpresas en las fechas señaladas. Un chico atento, maduro, de talante amable y personalidad equilibrada. Ese príncipe azul que nos enseñan a anhelar a todas desde la infancia.
     En absoluto.
     De príncipe, Samuel solo tenía la apariencia. Pero la mayoría de las chicas que se acercaban a él atraídas por ella, no tardaban en huir despavoridas en cuanto él se expresaba y se mostraba tal como era: un auténtico macarrra. Y ni sabía ni pretendía ser de otra manera. La primera vez que me aproximé a él y le escuché hablar, estaba diciendo lo que sigue: 
- Tío, aquí tiene que haber un cabronazo que en lugar de follarse a las tías se las come, macho: ¡cada vez hay menos!
      No me escandalicé, una ya estaba hecha a todo, pero sí que me cogió un poco de sopetón. Una no solía imaginarse a un chico con aquella cara hablando así, eso no sale en las novelas románticas. Y después de todo, tuve suerte. Una niña bien con la que se había enrrollado lo pilló una vez explicando, ante sus colegas:
- Eso es como cuando te estás pajeando viendo una porno, y cuando ya vas a correrte va y te sale el careto del tío, y te estropea la paja, tiene cojones... 
      Cuando se giró y vió que la chica estaba allí, se lamentó soltando: "Coño..." y deseó que se lo tragara la tierra (ante el regocijo de sus amiguetes) porque sabía que la muchacha en cuestión era algo repipi, y que no transigía con aquella forma de hablar, mucho menos con que viera porno. Y efectivamente aquella historia no duró ya demasiado, en realidad, casi nada.  
        Esto es solo una pincelada de lo que intento explicar. Podría contar mil historias ilustrativas de la apabullante y siempre asombrosa personalidad de Samuel, el cual, antes de cumplir veinte años, ya padeció un episodio de gastroenteritis aguda, derivado de sus excesos principalmente con la bebida. El médico se lo dejó claro:
- Muchacho, tú, o pisas el freno, o no llegas a los treinta.
           Una previsión bastante optimista para alguien que bebía de todo, fumaba de todo y se metía casi de todo. Anhelaba el vicio de manera irracional y suicida. Un jueves, siguiendo la moda de esos años, había estado con sus colegas empapándose bien en un cóctel tremebundo de coñac y chocolate cuando apareció por el bareto en el que solíamos encontrarnos, cercana ya la medianoche. Pidieron todos una modalidad de chupitos, de los llamados cucarachas, hechos con licor de café que se toman con una cañita, rápidamente, mientras se flambean. Samuel se zampó dos, casi con urgencia, y luego, irguiéndose, exhaló un suspiro notando el agradable calorcillo que le invadía por dentro. De pronto, su expresión se torció, y se lanzó hacia la puerta. 
- ¿Qué te pasa, tío?
            Samuel apenas tuvo tiempo de inclinarse hacia el suelo. Eyaculó desde su boca un caño achocolatado, de olor etílico,  que fue a estrellarse contra los adoquines, salpicándole los bajos de los pantalones. Afortunadamente, la calle estaba medio vacia, porque casi no había sido capaz de controlar el lugar en el que arrojaba la vomitona hedionda. Estuvo unos segundos jadeante, con la mirada un poco perdida. Luego se limpió la boca con el puño de su chupa, y tras recomponerse un poco, entró de nuevo en el bar. A tomarse otra cucaracha de esas. 
                  Una pena, no estar pasando en esos momentos por la puerta del local. Hubiera sido una inolvidable forma de conocerse.


     


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