martes, 14 de junio de 2011

Intelectuales abstenganse.

        Creía tenerlo claro, a los veintipocos años:
- Yo lo que quiero es un universitario que tenga un poco de nivel cultural. No sé por qué acabo siempre con tíos garrulos con mentalidad del pleistoceno. Y que además son un constante insulto a mi inteligencia. Se creen listísimos y son más simples que el mecanismo de un búcaro. 
        Mi amigo, y antiguo compañero del instituto me advertía: 
- No te confundas, tener una licenciatura no garantiza nada. Hay mucho borrico en la facultad, te lo digo yo. 
         Él estudiaba filología. Me presentaba a compañeros suyos, pero ahí quedaba todo. En un par de cervezas cuando se terciaba muy de vez en cuando.
         Mi primer novio había sido un chico sin apenas estudios, algo membrillo. El segundo casi era igual solo que más espabilado, un poco más leído, y bastante más feo. Que además se creía algo. Yo comenzaba a estar desolada. Nada respondía a mis expectativas, nada me satisfacía. Pensaba que el paraíso perdido lo encontraría en un chaval lo suficientemente culto como para poder tener con él una charla interesante.
         Quizás fue esto lo que, en un principio, menos me gustó de Samuel: no había habido forma de que terminara la secundaria. Viéndolo hojear cómics al final de la barra de un bar,  reconoceré que la atracción que sentía por él se desinfló un poco cuando me comentaron: 
- ¿Ese? No terminó los estudios. Creo que lo metieron hasta en un internado, pero qué va, salió peor... 
          Qué lástima, narices. Este detalle sosegó mi secreta obsesión por él, y hasta me lo quitó de la cabeza por un tiempo, sustituyéndolo por un chico ideal mejor hablado, más suave, y más instruído. Todo esto me llevó a retomar yo misma los estudios, y me empujó a matricularme en la universidad. Fue algo ilusionante, comencé con ganas, revitalizada. Pero ahí, fue donde comencé a darme cuenta de mi gran error. Porque la gente más anodina, aburrida, normópata, y hasta intransigente la conocí en los círculos universitarios. No es un tópico, es la verdad: muchos libros y poca vida, convierte a la gente en charlatanes y discutidores sin mucha sustancia. Comprendí por qué Cervantes en el Quijote pone por encima del oficio de  las letras, el de soldado. Y comprendí que Henry Melville, se sentía ballenero antes que escritor. 
         Experimenté lo plasta que puede ser un tipo con ínfulas intelectualoides una noche de fin de semana. Es cuando más bebes, cuando ligas con uno de estos. Nunca conocí a gente con más prejuicios ni con más miedo a la vida, y total, al final resultaba que eran más ingenuos aún que los tipos de los ambientes canallas, y se les engañaba y manejaba con una facilidad pasmosa. Recuerdo un amante que me regaló "Las flores del mal" de Baudelaire, después de haber pasado la noche en mi casa. Muy refinado, qué nivel, Maribel. Pero no pude evitar pensar que era una escasa compensación por su pésima forma de hacer el amor.
         Así que los hombres ilustrados dejaron de parecerme atractivos por el mero hecho de ser licenciados y haber leído mucho. Comencé a darme cuenta de que incluso podía ser un estorbo, porque pulía en exceso a la persona, que perdía frescura y espontaneidad. Y eché de menos esa inteligencia asilvestrada y más emocional que racional que había intuído en Samuel; sus tacos, su bordería, su impertinencia barriobajera. Recordé una de nuestras primeras conversaciones, cubateando con un estruendo de guitarras sonando de fondo, envueltos en humo de tabaco: 
- Es que ese actor ha interpretado mucho a Shakespeare. - me decía él. No puedo acordarme de que actor se trataba, pero sí que a mí no me sonaba haberlo visto interpretando a Shakespeare. 
- Creo que te estás confundiendo con Lawrence Olivier. - le repliqué yo. Él entonces con aire dubitativo, aventuró: 
- No, a ese actor lo he visto yo haciendo la obra esta de Shakespeare, sí, creo que es... Sansón y Dalila. 
             No quise hacer aspaviento alguno para no herir su orgullo. Con toda prudencia, le corregí: 
- Quizás te refieras a Marco Antonio y Cleopatra... 
             Él se encogió de hombros, y con un encanto indescriptible, remató: 
- Sí, bueno... era algo bíblico... 
             No podía más: tenía que reírme. Pero no de él, sino de su ocurrencia, porque en su expresión era fácil adivinar que se daba cuenta del jardín en el que sin querer se había metido. Y como no había pretendido en ningún momento quedar de algo que no era, comenzó a carcajearse casi a la misma vez que yo. Le importaba tres puñetas no parecer demasiado culto. No le preocupaba la impresión que pudiera dar. Demostraba, en cambio, su capacidad para reírse de sí mismo. Y su risa, fresca y contagiosa,  mientras se inclinaba sobre el mostrador de madera, era más seductora que ningún título.




lunes, 13 de junio de 2011

"A mí no me marees, tía"

     Continúo desmenuzando la atronadora personalidad de Samuel, dos de cuyos rasgos prinicpales son la espontaneidad, y el descaro. Su sinceridad y su precipitación eran con frecuencia, aturrullantes, y lo peor es que no daba mucho tiempo a titubeos.
- Oye, que si quieres bien, y si no nada. Pero a mí no me marees. 
     Era su frase más repetida con veintipocos años: a mí no me marees. En una ocasión en la que estaba realmente molesta con él estuve a punto de regalarle una caja de Biodramida. Afortunadamente no lo hice, porque Samuel no toleraba un chuleo así de ninguna tía. Él, en cambio, sí que te mareaba todo lo que quería y más, por supuesto. Sin ningún tipo de reparo,  podía irse a tontear con otra, después de haber estado toda la noche tirándote papeles. Si no tenías cintura, ni paciencia, Samuel era capaz, sin proponerselo, desde luego, de arrastrar el amor propio de una chica por las aceras de la calle. Como además era tan suceptible y orgulloso, ligar con él era como adentrarse en un campo de minas. Había que tener cuidado en la manera de tratarlo, si no querías que te explotara en la cara. 
      Por ejemplo, si no te mostrabas lo suficientemente cordial y simpática, la pifiabas. 
      Si entrabas donde él estuviera, no le veías y no le saludabas, la pifiabas. 
      Si te veía tonteando con otro, la pifiabas. 
      Si le dabas una contestación un pelín desafiante, la pifiabas.
      Si tardabas en llamarle, la pifiabas. Si tardabas en responder sí a sus requerimientos sexuales, la pifiabas.
      Y si cuando iba a besarte, le esquivabas el beso, más te valía estar muy convencida de lo que acababas de hacer. Porque ibas a tener que arrastrarte mucho para que se te ofreciera otra oportunidad, y probablemente serías tú la que tendría que echársele encima. 
       Y ya si te mostrabas celosa, o le pedías explicaciones de algún tipo, ni te cuento. No se podía sujetar a Samuel. Ni intentarlo siquietra. La única forma de tenerle al alcance de la mano, era con la palma abierta. Sin apreturas. Exceptúando esto último, yo me pasé varios años intentando averiguar cuál de los anteriores errores había cometido yo, para que Samuel un día decidiera no volver a llamarme. No me dijo nada, nunca le escuché decirme como sí le había oído decir a otras: 
- Mira, es que no me interesa seguir con esto...
    Con ese tono helador y displicente, con el que era capaz de tratarte. Samuel hacía llorar a las chicas. No sé si encontraría placer en ello, él me asegura que no, pero yo no acabo de creérmelo. A mí me reservó un rechazo más agónico. Simplemente no volvió a marcar mi número, dejándome el sinvivir de no saber si insistir o dejarlo estar. Lento, tortuoso, sangrante. Más que un golpe seco de una vez. Era un castigador. Pero yo le adoraba así.
     Decidí dejarlo estar. Me consumí mientras intentaba apagar mi sed por él bebiendo en otros labios, marchitos, insípidos, incluso repulsivos, comparados con los suyos. Pero solo imaginármelo diciéndome con desprecio lo que le había dicho a tantas, se me cuajaba la sangre.

miércoles, 8 de junio de 2011

Vomitando cucarachas.

     Repasando mis anteriores entradas me doy cuenta de que, quizás, de mis palabras sobre Samuel pueda desprenderse la imagen de un chico suave, callado, dulce. Realmente su corazón es de tierno bizcocho relleno de mermelada de fresa, pero eso es algo que se acaba descubriendo en la distancia corta, cuando se han pulsado los resortes adecuados, no algo que salte a la vista. Porque pueden mis comentarios dar pie a imaginar que con Samuel encontré ese ideal de galán romántico, que te recita poemas y te regala flores, que te manda cartas de amor y te prepara sorpresas en las fechas señaladas. Un chico atento, maduro, de talante amable y personalidad equilibrada. Ese príncipe azul que nos enseñan a anhelar a todas desde la infancia.
     En absoluto.
     De príncipe, Samuel solo tenía la apariencia. Pero la mayoría de las chicas que se acercaban a él atraídas por ella, no tardaban en huir despavoridas en cuanto él se expresaba y se mostraba tal como era: un auténtico macarrra. Y ni sabía ni pretendía ser de otra manera. La primera vez que me aproximé a él y le escuché hablar, estaba diciendo lo que sigue: 
- Tío, aquí tiene que haber un cabronazo que en lugar de follarse a las tías se las come, macho: ¡cada vez hay menos!
      No me escandalicé, una ya estaba hecha a todo, pero sí que me cogió un poco de sopetón. Una no solía imaginarse a un chico con aquella cara hablando así, eso no sale en las novelas románticas. Y después de todo, tuve suerte. Una niña bien con la que se había enrrollado lo pilló una vez explicando, ante sus colegas:
- Eso es como cuando te estás pajeando viendo una porno, y cuando ya vas a correrte va y te sale el careto del tío, y te estropea la paja, tiene cojones... 
      Cuando se giró y vió que la chica estaba allí, se lamentó soltando: "Coño..." y deseó que se lo tragara la tierra (ante el regocijo de sus amiguetes) porque sabía que la muchacha en cuestión era algo repipi, y que no transigía con aquella forma de hablar, mucho menos con que viera porno. Y efectivamente aquella historia no duró ya demasiado, en realidad, casi nada.  
        Esto es solo una pincelada de lo que intento explicar. Podría contar mil historias ilustrativas de la apabullante y siempre asombrosa personalidad de Samuel, el cual, antes de cumplir veinte años, ya padeció un episodio de gastroenteritis aguda, derivado de sus excesos principalmente con la bebida. El médico se lo dejó claro:
- Muchacho, tú, o pisas el freno, o no llegas a los treinta.
           Una previsión bastante optimista para alguien que bebía de todo, fumaba de todo y se metía casi de todo. Anhelaba el vicio de manera irracional y suicida. Un jueves, siguiendo la moda de esos años, había estado con sus colegas empapándose bien en un cóctel tremebundo de coñac y chocolate cuando apareció por el bareto en el que solíamos encontrarnos, cercana ya la medianoche. Pidieron todos una modalidad de chupitos, de los llamados cucarachas, hechos con licor de café que se toman con una cañita, rápidamente, mientras se flambean. Samuel se zampó dos, casi con urgencia, y luego, irguiéndose, exhaló un suspiro notando el agradable calorcillo que le invadía por dentro. De pronto, su expresión se torció, y se lanzó hacia la puerta. 
- ¿Qué te pasa, tío?
            Samuel apenas tuvo tiempo de inclinarse hacia el suelo. Eyaculó desde su boca un caño achocolatado, de olor etílico,  que fue a estrellarse contra los adoquines, salpicándole los bajos de los pantalones. Afortunadamente, la calle estaba medio vacia, porque casi no había sido capaz de controlar el lugar en el que arrojaba la vomitona hedionda. Estuvo unos segundos jadeante, con la mirada un poco perdida. Luego se limpió la boca con el puño de su chupa, y tras recomponerse un poco, entró de nuevo en el bar. A tomarse otra cucaracha de esas. 
                  Una pena, no estar pasando en esos momentos por la puerta del local. Hubiera sido una inolvidable forma de conocerse.


     


martes, 7 de junio de 2011

PREMONICIÓN


  Aún no había cumplido los trece años cuando me di cuenta de mis extraña predilección por los chicos rubios. Digo extraña porque no era lo habitual. En mi entorno, tanto mis amigas como las mujeres adultas, se decantaban casi de manera unánime por los hombres morenos, de pelo y ojos negros. Agitanados, moros, de pura raza. A todas les resultaba mucho más varonil. En las novelas que leía, los galanes siempre eran morenos, así como los grandes seductores de la pantalla. Los hombre rubios aparecían como la antítesis de esto, villanos o débiles, cuando no mezquinos, y poco atractivos. Se podría llenar un folio con ejemplos  de lo que digo. Desde clásicos como "Lo que el viento se llevó" o "Los Vikingos", hasta el más modesto cine adolescente, como "Karate Kid" dónde la visera rubicunda del gallito de tres al cuarto que incordia al protagonista, es parte de su personalidad lábil. Así que yo no sabía de dónde me venía esa fijación. El único chico rubio guapo que conocía era un primo mío, al que veía de Pascuas a Ramos. Los pocos que había en mi clase no eran precisamente unos príncipes. De hecho, el más rubio de todos que se sentaba detrás de mí, era bastante feo. Pero yo no podía evitarlo. Cuando me preguntaban mis amigas, no lo dudaba. 
- Rubio. 
      Pero rubio oscuro. El color de ojos no me importaba, aunque solía imaginarlos almendrados. La piel acaramelada, sin mucho vello. Y el pelo algo largo, que le enmarcara bien el rostro. Lo más curioso de todo fue que ese verano echaban una serie de ciencia ficción, de cuyos protagonistas, dos maromos de buen ver, el rubio cosechó un arrollador éxito entre el público femenino(lo que se avenía bien con su personaje, un jugador mujeriego de sonrisa pícara y sexy) en tanto que a mí, contrariamente a mi recién descubierta fijación, me seducía más la dulzura melancólica del tipo moreno. Fui descubriendo así que mi predilección no me venía dada por una imagen externa, sino que en mi interior subyacía un reflejo, pálido durante las horas diurnas, que parecía definirse al amparo de la noche, o en la penumbra solitaria de la siesta, cuando mis fantasías eclosionaban, a todo color, como un manto de flores. Entonces ese reflejo se hacía más nítido. Al contrario que mis amigas que se enamoraban de actores y cantantes con cuyas fotos forraban sus carpetas, yo lo que buscaba entre aquellos rostros en papel couché, era alguno que se pareciese a ese reflejo. Que me ayudase a vislumbrar más claramente esa figura borrosa. 
      En una ocasión, ya con catorce años bien cumplidos, a solas con una amiga, salió en la conversación mi indiferencia hacia un cantante de moda con el que todas andaban como locas, y mi falta de entusiasmo por los chicos que conocíamos. Me habló de ello de una forma natural y sincera, con curiosidad, eso sí, así que yo le correspondí de igual forma, y le conté lo de mi evanescente ideal que siempre tenía en la cabeza, y al que debían acoplarse los chicos del mundo real para llamarme la atención. Me preguntó cómo era y yo comencé a describirselo. Entonces, dedicándose ella al dibujo y haciéndolo muy bien, me propuso intentar hacer un "retrato". Siguiendo mis instrucciones, ( labios finos... ojos no muy grandes, pero profundos... el mentón marcado... frente amplia... pómulos salientes... nariz algo aguileña... ) logró plasmar en el papel con trazos habilidosos la imagen de un muchacho muy semejante al que aparecía en mis sueños. Encantada con su trabajo, guardé el dibujo con idéntica devoción con el que mis amigas guardaban las fotos de sus ídolos.
      Ni que decir tiene que aquella hoja de papel acabó un día hecha un gurruño en una bolsa con un montón de apuntes y recortes de revista, antes de haber cumplido los diecisiete. La vida real se impuso con su fuerza habitual con sus buenos y malos momentos. Y sí, mi primer amor fue un chico rubio, pero muy claro,  y de pelo corto, con piel lechosa y ojos grises. Y además un poco pijo. Luego vino una larga lista: rubios, morenos, castaños, más o menos agraciados, más o menos altos, con gafas, desgarbados, fuertes, ojos verdes, ojos negros, al final daba igual, porque todo era pasajero. Lo único que persistía, como un recordatorio, a lo largo de los años, era mi inclinación hacia los hombres rubios. Aun sin darme yo cuenta, la sola mención de esta característica referida a algún chico que aún no conocía era suficiente para despertar mi interés, aunque luego este se desvaneciese en cuanto le veía. Una vez, una echadora de cartas me vaticinó la llegada a mi vida de un hombre moreno de pelo rizado, con el que comenzaría una relación. Me acuerdo estupendamente de que sentí una punzada de decepción: "Igual sí..." dije para mí. "Pero no es él " No, nunca era él. Y si era moreno, estaba descartado desde el primer minuto. 
    Pero todo en esta vida es tener paciencia. Y él decidió aparecer una noche, en un bar del centro, en el que estaba yo, aún medio vacio, a tomarse una cerveza con un amigo. A diferencia de todas mis historias anteriores, no tuvo que hacer nada, ni abordarme, ni hablarme, ni invitarme al cine, ni a salir,  solo plantarse delante de mí, y conversar mientras fumaba, apenas sin echarme cuenta. Tan solo me dedicó un par de miradas breves que acentuaron aún más mi aturdimiento. En lo primero que me había fijado al verle entrar había sido en su pelo:  rubio oscuro, largo y alisado. "¡Virgen Santísima!" me dije, impresionada, como nunca antes me había sucedido: "Qué chaval..." Una pena no haber guardado aquel dibujo de mi adolescencia. Sería fácil comprobar el parecido.


viernes, 3 de junio de 2011

Añoranza del Edén.

Hay, en la claridad de la mañana, una mezcla de pálpito sobrenatural y enamoramiento adolescente. Probablemente en el Paraíso siempre era junio.