martes, 7 de junio de 2011

PREMONICIÓN


  Aún no había cumplido los trece años cuando me di cuenta de mis extraña predilección por los chicos rubios. Digo extraña porque no era lo habitual. En mi entorno, tanto mis amigas como las mujeres adultas, se decantaban casi de manera unánime por los hombres morenos, de pelo y ojos negros. Agitanados, moros, de pura raza. A todas les resultaba mucho más varonil. En las novelas que leía, los galanes siempre eran morenos, así como los grandes seductores de la pantalla. Los hombre rubios aparecían como la antítesis de esto, villanos o débiles, cuando no mezquinos, y poco atractivos. Se podría llenar un folio con ejemplos  de lo que digo. Desde clásicos como "Lo que el viento se llevó" o "Los Vikingos", hasta el más modesto cine adolescente, como "Karate Kid" dónde la visera rubicunda del gallito de tres al cuarto que incordia al protagonista, es parte de su personalidad lábil. Así que yo no sabía de dónde me venía esa fijación. El único chico rubio guapo que conocía era un primo mío, al que veía de Pascuas a Ramos. Los pocos que había en mi clase no eran precisamente unos príncipes. De hecho, el más rubio de todos que se sentaba detrás de mí, era bastante feo. Pero yo no podía evitarlo. Cuando me preguntaban mis amigas, no lo dudaba. 
- Rubio. 
      Pero rubio oscuro. El color de ojos no me importaba, aunque solía imaginarlos almendrados. La piel acaramelada, sin mucho vello. Y el pelo algo largo, que le enmarcara bien el rostro. Lo más curioso de todo fue que ese verano echaban una serie de ciencia ficción, de cuyos protagonistas, dos maromos de buen ver, el rubio cosechó un arrollador éxito entre el público femenino(lo que se avenía bien con su personaje, un jugador mujeriego de sonrisa pícara y sexy) en tanto que a mí, contrariamente a mi recién descubierta fijación, me seducía más la dulzura melancólica del tipo moreno. Fui descubriendo así que mi predilección no me venía dada por una imagen externa, sino que en mi interior subyacía un reflejo, pálido durante las horas diurnas, que parecía definirse al amparo de la noche, o en la penumbra solitaria de la siesta, cuando mis fantasías eclosionaban, a todo color, como un manto de flores. Entonces ese reflejo se hacía más nítido. Al contrario que mis amigas que se enamoraban de actores y cantantes con cuyas fotos forraban sus carpetas, yo lo que buscaba entre aquellos rostros en papel couché, era alguno que se pareciese a ese reflejo. Que me ayudase a vislumbrar más claramente esa figura borrosa. 
      En una ocasión, ya con catorce años bien cumplidos, a solas con una amiga, salió en la conversación mi indiferencia hacia un cantante de moda con el que todas andaban como locas, y mi falta de entusiasmo por los chicos que conocíamos. Me habló de ello de una forma natural y sincera, con curiosidad, eso sí, así que yo le correspondí de igual forma, y le conté lo de mi evanescente ideal que siempre tenía en la cabeza, y al que debían acoplarse los chicos del mundo real para llamarme la atención. Me preguntó cómo era y yo comencé a describirselo. Entonces, dedicándose ella al dibujo y haciéndolo muy bien, me propuso intentar hacer un "retrato". Siguiendo mis instrucciones, ( labios finos... ojos no muy grandes, pero profundos... el mentón marcado... frente amplia... pómulos salientes... nariz algo aguileña... ) logró plasmar en el papel con trazos habilidosos la imagen de un muchacho muy semejante al que aparecía en mis sueños. Encantada con su trabajo, guardé el dibujo con idéntica devoción con el que mis amigas guardaban las fotos de sus ídolos.
      Ni que decir tiene que aquella hoja de papel acabó un día hecha un gurruño en una bolsa con un montón de apuntes y recortes de revista, antes de haber cumplido los diecisiete. La vida real se impuso con su fuerza habitual con sus buenos y malos momentos. Y sí, mi primer amor fue un chico rubio, pero muy claro,  y de pelo corto, con piel lechosa y ojos grises. Y además un poco pijo. Luego vino una larga lista: rubios, morenos, castaños, más o menos agraciados, más o menos altos, con gafas, desgarbados, fuertes, ojos verdes, ojos negros, al final daba igual, porque todo era pasajero. Lo único que persistía, como un recordatorio, a lo largo de los años, era mi inclinación hacia los hombres rubios. Aun sin darme yo cuenta, la sola mención de esta característica referida a algún chico que aún no conocía era suficiente para despertar mi interés, aunque luego este se desvaneciese en cuanto le veía. Una vez, una echadora de cartas me vaticinó la llegada a mi vida de un hombre moreno de pelo rizado, con el que comenzaría una relación. Me acuerdo estupendamente de que sentí una punzada de decepción: "Igual sí..." dije para mí. "Pero no es él " No, nunca era él. Y si era moreno, estaba descartado desde el primer minuto. 
    Pero todo en esta vida es tener paciencia. Y él decidió aparecer una noche, en un bar del centro, en el que estaba yo, aún medio vacio, a tomarse una cerveza con un amigo. A diferencia de todas mis historias anteriores, no tuvo que hacer nada, ni abordarme, ni hablarme, ni invitarme al cine, ni a salir,  solo plantarse delante de mí, y conversar mientras fumaba, apenas sin echarme cuenta. Tan solo me dedicó un par de miradas breves que acentuaron aún más mi aturdimiento. En lo primero que me había fijado al verle entrar había sido en su pelo:  rubio oscuro, largo y alisado. "¡Virgen Santísima!" me dije, impresionada, como nunca antes me había sucedido: "Qué chaval..." Una pena no haber guardado aquel dibujo de mi adolescencia. Sería fácil comprobar el parecido.


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